domingo, 26 de febrero de 2012

La magdalena que golpeó el hipocampo de Proust


Proust es uno de esos autores del que bastante gente ha oído hablar, muy pocos conocen su principal obra y aún menos han leído algo suyo; lo que se conoce como un “clásico literario”. Yo, dispuesto como siempre a enfrentarme a lo imposible (en cuanto a libros se refiere), decidí leer su obra más importante: “En busca del tiempo perdido” (“À la recherche du temps perdu”) dividida en 7 tomos.

Así que cogí el primer tomo (“Por el camino de Swann”), tomé asiento, inspeccioné lentamente la encuadernación de falsa piel granate con adornos dorados del libro, lo abrí y comencé a pasar hojas hasta llegar a la primera página con contenido y ahí empecé a leer. Durante unas 50 condenadas páginas el autor se dedica a describir al protagonista (Marcel)  mientras se levanta de la cama, incluyendo toda clase de reflexiones y abundantes recuerdos incompletos sobre un pueblo muy importante pare él (Combray), aunque no lo recuerda del todo; y por supuesto sin ninguna acción real.

Empezaba a resultar tediosa la lectura (y yo empezaba a dudar del estado mental de los críticos literarios) cuando de repente la detallada descripción de sus recuerdos finaliza con un punto y aparte y con un asterisco entre ese párrafo y el siguiente, señal de que algo iba a cambiar. Marcel reflexiona durante un instante sobre lo poco que recuerda del pueblo, hasta que por sugerencia de su madre toma un té con una magdalena. Y a continuación viene un grandioso párrafo que reproduciré (es largo, pero merece la pena):

[…] Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en, mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. El brebaje la despertó, pero no sabe cuál es y lo único que puede hacer es repetir indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese testimonio que no sé interpretar y que quiero volver a pedirle dentro de un instante y encontrar intacto a mi disposición para llegar a una aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad.
 […] 
Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tilo, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa), cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes,
 […]
Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en cuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té.


Con este pasaje ya empieza a animarse la lectura y si lo leéis completo encontrareis que es bastante bello. Pero si prescindimos un poco de la retórica, podríamos pensar “¿Y ya está?, que se toma una taza de té y se acuerda de su pueblo, ¿eso es todo?” Y aquí es donde empieza mi investigación. Resulta, amigos y amigas, que hay mucha tela (y ciencia) detrás de este párrafo. Me picó la curiosidad pero no se desató una verdadera tormenta de búsquedas de artículos científicos al respecto hasta que no leí cierto libro: “Proust y la neurociencia” donde se abordan las relaciones entre músicos, cocineros o escritores pasados (Proust entre ellos) y la neurociencia más actual. En él se aborda la memoria (aparte de otros temas) y el punto de vista de Proust. A partir de ahí empecé a hurgar en la relación que puede haber entre la memoria y el sentido del olfato.


Ya de primeras hallé una conexión muy sustancial: la información de las neuronas olfativas va al córtex olfatorio y de ahí al sistema límbico (que gestiona nuestras emociones como ira, excitación, etc) y al hipocampo (donde se almacena la memoria a largo plazo). ¿Por qué esto es tan relevante? Pues porque todas las sensaciones son “filtradas” por el tálamo antes de llegar a cerebro, excepto las olfatorias, que van directamente y sin censura. Es decir si el cerebro fuera una discoteca, las sensaciones olfativas tienen pase VIP, mientras el resto deben de pasar por el segurata. La conexión que hay por tanto entre el olor y la memoria es muy intensa, lo que ya nos adelantaba Proust. Esta íntima relación se ha denominado “el efecto Proust”.

Y hay aún más, puesto que las sensaciones olfativas también van directamente al sistema límbico, centro de nuestras emociones. Es decir, el olfato no solo impresiona fuertemente a nuestra memoria a largo plazo, sino que también actúa sobre nuestra memoria emocional y sobre nuestros sentimientos. De hecho un estudio confirma que los olores ligados a un momento emotivo particular de nuestra vida son mucho más poderosos a la hora de evocar recuerdos en nosotros que olores neutros o incluso que imágenes de momentos especiales. Esto se ha observado utilizando resonancia magnética. Este evocar recuerdos sentimentales actúa también sobre el sistema límbico, ofreciéndonos una explicación al bienestar que de repente sintió Marcel al comerse su bollo con té.

Y esto no solo es observable a nivel macroscópico o subjetivo, sino también a nivel molecular. Un drástico aumento de small RNAs de la mitocondria de las dendritas de neuronas del hipocampo de ratones estimulados con olores, lo cual se cree que está ligado a la proliferación de las mitocondrias para asegurar (energéticamente hablando, recordemos que las mitocondrias son las centrales energéticas de la célula) la proliferación de dendritas y así asegurar las sinapsis (interacciones entre neuronas).


¿Y a donde nos lleva todo esto? Bueno, puesto que los olores parecen influirnos tan intensamente, ¿no podríamos utilizarlos en nuestro beneficio? Sobre todo, aprovechando su gran influencia sobre el sistema límbico, podríamos utilizarlos como complementos a tratamientos de enfermedades que afectan al estado anímico, como la depresión. Pero que conste que no hablo de la conocida “Aromaterapia” que  NO está basada en pruebas científicas (y que tiene toda la pinta de ser otro engañabobos a la altura de la vinoterapia o chocolaterapia). Hablo de la aromachología, que pretende investigar la influencia de los olores en la mente humana utilizando pruebas que tengan un criterio científico. Resumiendo, la aromaterapia es a la aromachología lo que la astrología a la astronomía. Por ejemplo se ha determinado que la lavanda tiene componentes volátiles que, in vitro, disminuyen la creación de AMPc, lo que se asocia a la relajación; pero que la cantidad de esos compuestos absorbidos por un ser humano son tan pequeños que no tienen efecto alguno.

También la aromachología estudia la el efecto de los olores a través de la psicología, es decir no es el químico en si lo que nos cambia, sino nuestra percepción de ese aroma. Sin embargo aquí nos topamos con que los olores pueden producir un efecto similar al de un placebo (si decimos que un olor es excitante aumentará el ritmo cardiaco de los sujetos tanto si está el olor como si no, si les hemos dicho que está presente), o que el efecto de un olor está asociado con experiencias anteriores donde se olió esa fragancia (si la primera vez que se olió estábamos anímicamente deprimidos, es muy probable que olerlo de nuevo nos coloque en la misma situación anímica).

Y todo esto a raíz de un té y una magdalena.

PD: buscando imágenes estoy viendo que diversas marcha de cosméticos se han apropiado también del nombre de la aromachología para vender sus productos, debe de ser que “aromaterapia” ya es muy mainstream.

PDD: esta no es la única relación entre Proust y el cerebro, si recordáis el primer tomo de su gran novela se titula “Por el camino de Swann” y las células del sistema nervioso periférico encargadas de proteger los axones neuronales, la vías de comunicación, caminos de las neuronas, se llaman células de Schwann; alucinante coincidencia, ¿no?

Fuentes:

Herz, Rachel S. (2009)'Aromatherapy Facts and Fictions: A Scientific Analysis of Olfactory Effects on Mood, Physiology and Behavior', International Journal of Neuroscience,119:2,263 — 290.

Rachel S. Herz, James Eliassen , Sophia Beland , Timothy Souza. Neuroimaging evidence for the emotional potency of odor-evoked memory, Neuropsychologia 42 (2004) 371–378.

Y. Soudry, C. Lemogne, D. Malinvaud, S.-M. Consoli, P. Bonfils. Olfactory system and emotion: Common substrates, European Annals of Otorhinolaryngology, Head and Neck Diseases Volume 128, Issue 1, January 2011, Pages 18–23.

Smalheiser NR, Lugli G, Thimmapuram J, Cook EH, Larson J. Mitochondrial small RNAs that are up-regulated in hippocampus during olfactory discrimination training in mice, Mitochondrion. 2011 Nov; 11(6):994-5.


Jonah Lehrer. Proust y la neurociencia, Paidós 2010.

Marcel Proust. En busca del tiempo perdido. Por el camino de Swan (I). Editorial Origen, 1982.

jueves, 2 de febrero de 2012

Héroe


Hace algún tiempo vivió un personaje sin duda peculiar. Por comodidad y respeto a su identidad le llamaremos señor S. Peculiar, porque poseía dos inmensos poderes que se complementaban. El primero y más extraño era su increíble capacidad para prever y prevenir accidentes de tráfico. Suena extraño, pero en su presencia los choques, atropellos o colisiones no ocurrían. Por ejemplo era posible que en un momento determinado un coche estuviese moviéndose a gran velocidad y a escasos metros de un peatón, en rumbo de colisión, pero si nuestro amigo estaba presente ocurrían cosas inexplicables para la física clásica: el coche podía detenerse en seco justo antes de atropellar a peatón o bien el propio viandante era empujado fuera de la trayectoria del coche sin que nadie le tocase. Su segundo don es más bien convencional, la ubiquidad: el señor S podía personarse en cualquier lugar del mundo en cualquier momento con un poco de concentración.

Cuando era joven todo el mundo atribuía estos poderes a la casualidad, pero pronto la evidencia fue tan abrumadora que ni siquiera los más acérrimos defensores de la física convencional pudieron negar la evidencia de sus poderes. Pronto el señor S comenzó a utilizar sus dones para salvar innumerables vidas. Fue tal su esfuerzo que en pocos días la reducción en las tasas de accidentes de tráfico locales era patente. Y como podía moverse alrededor del globo, todo el mundo comenzó a disfrutar de sus altruistas servicios. En pocos meses dominó totalmente sus poderes: cada vez sentía más claramente donde iba a tener lugar el siguiente accidente de tráfico y el tiempo que necesitaba para teleportarse era cada vez menor. Llegó eventualmente un momento en el que el número de accidentes de tráfico cayó a cero, en todo el mundo.

Fue un momento feliz. Los conductores iban tan tranquilos como siempre, pero con la seguridad de que nunca les pasaría nada. En miles de ciudades se levantaron estatuas en honor al señor S, reconociendo su extraordinaria labor, aunque con un número de coches cada vez mayor se le veía poco. De hecho si uno tenía suerte apenas podía verle un par de segundos antes de que se teleportase a otra ubicación para salvar otra vida.

Pasaron varios años sin que la situación cambiase y la gente empezó a dar al señor S por supuesto, como algo inamovible; una especie de ley de la naturaleza. Miles de conferencias fueron impartidas por prestigiosos físicos tratando de elucidar el misterio, cientos de aparatos colocados para medir campos y fuerzas en lugares donde ocurrían los accidentes. Los científicos ya casi se habían dado por vencidos. Intentaron que el señor S dejara su oficio por un tiempo, a fin de examinarle; pero ningún gobierno u organización les apoyó sabiendo que les inculparían directamente de cualquier muerte por accidentes de tráfico  que se produjese en ese tiempo. 

Pasados más de 10 años desde el inicio de esta etapa dorada, el señor S anunció que iba a aparecer por primera vez en televisión, para dar un comunicado. Miles de periodistas solicitaron cubrir el evento, cadenas de todo el mundo pagaron sumas astronómicas por tenerle en pantalla. La expectación era máxima, ¿habría decidido desvelar el origen de sus poderes, o como actuaban? ¿Quizás anunciaba que se casaba? ¿O querría unas vacaciones pagadas por el estado? Los rumores volaban. Las revistas de cotilleos rastrearon cada centímetro cuadrado en busca de la supuesta novia del héroe; los periódicos serios analizaron las consecuencias de unas vacaciones del señor S y las declaraciones de tal o cual político sobre el tema, mientras las revistas científicas se apresuraban a publicar las últimas investigaciones con respecto a sus poderes. 

Cuando apareció en las pantallas de todo el mundo, nadie pudo reconocerlo. No se parecía en nada al joven muchacho que reflejaban las estatuas de bronce de los parques y plazas o a las fotografías de los libros de historia. Su piel era grisácea, arrugada y retraída, tal que se le veían los dientes aunque cerrase la boca. Bajo sus ojos le colgaban unas manchas de color berenjena fruto del inmenso cansancio. Las orejas estaban flácidas y su cabellera había quedado reducida a cuatro pelajos mal puestos y muchas manchas oscuras adornando su amplia calva. Su cuerpo entero estaba esquelético, podías contarle las costillas sin equivocarte por encima de la camiseta, arrugada y enmohecida; más que un héroe parecía un anciano recién salido de un campo de concentración o de una hambruna africana. Comenzó a hablar con voz temblorosa y rasposa, casi como si de una vieja y dura esponja parlante se tratara. Comunicó brevemente que no iba a seguir con su labor, que ya no tenía fuerzas para ello y que lo lamentaba mucho. Tras este breve comunicado, el señor S se personó en su casa, que hacía años no pisaba, y se cayó en su polvorienta cama, dispuesto a dormir por todos los años de servicio en los que no había podido hacerlo.

Aparentemente no cambió nada. Los conductores se dijeron a sí mismos: “Está bien, solo necesito tener un poco más de precaución”, mientras los peatones pensaban “No pasa nada, miraré antes de cruzar e iré con cuidado y no me pasará nada”. Los políticos trataron de mantener la calma anunciando reformas en los códigos de circulación que evitarían cualquier accidente. Pero ya mientras el discurso del señor S era emitido ocurría el primer accidente de tráfico en años, en una carretera suiza, y cundió el pánico. El sol de la seguridad vial absoluta se había puesto. Una semana después ya había más de diez mil muertos en accidentes de tráfico.

Las televisiones volvían a emitir esas imágenes de décadas atrás en las que se veían restos humeantes de coches con cadáveres entre sus hierros, como macabros pájaros granates en sus jaulas, y de manchas de sangre bañando el asfalto de las carreteras, y una vez más comenzaron a verse las caras rojas y llorosas de los familiares de las víctimas. Los reporteros cubrían estos episodios como si de una guerra se tratase y así reaccionaba el público. Nadie sabía quién iba a ser el siguiente, cada viaje era una oportunidad de ganar la macabra lotería de la insensatez humana y la casualidad.

No pasó mucho tiempo antes de que fuera hallado el cadáver del señor S brutalmente asesinado en su casa, en la cama de la que no se había levantado desde que dejase su vocación. Los autores, familiares de víctimas de los nuevos accidentes de tráfico fueron rápidamente exonerados por su estado de shock mental. Las estatuas en su honor fueron fundidas o destruidas en ataques de furia popular, ninguna quedó en pie.

Incluso cuando tras unos meses los conductores recuperaron su antigua prudencia y las tasas de accidentes volvieron a niveles de antes de la aparición del señor S, la actitud era diferente, el peligro era presente. Las madres se despedían de sus hijos, las mujeres de sus maridos y las novias de sus novios, como si no se fueran a ver nunca más; rememorando antiguas escenas en las que se ve partir un convoy de soldados de una ciudad, con sus seres queridos sumidos en la ignorancia sobre la respuesta a una sencilla pregunta “¿le/la volveré a ver?”. Muchas personas no aguantaron el stress o el shock y los gastos sanitarios aumentaron enormemente por el incremento de consultas a psicólogos, lo que estuvo cerca de colapsar los sistemas sanitarios de algunos países y provocó el aumento de beneficios de empresas farmacéuticas dedicadas a producir tranquilizantes a escala industrial, pero no bastaron para perder la angustia por el derrumbe de un mundo, antaño seguro.

Pronto la gente comenzó a movilizarse. En muchos países se promovieron leyes que prohibían expresamente la entrada de niños en automóviles. Las ventas de coches cayeron. La demanda de transportes públicos fue tal, que se emprendieron enormes obras para multiplicar la capacidad de los sistemas de ferrocarril, tranvía o metro; además de extender la red de transportes a todos los rincones a los que antes se podía acceder en coche. Casi todas las empresas automovilísticas quebraron, excepto aquellas que trabajaban en la construcción y diseño de transportes colectivos, cada día más seguros. Pronto se implementaron las vías de taxi-buses robotizados o automóviles de alquiler público, robotizados, guiados por radar y GPS; tan infalibles como antaño lo fue el señor S en evitar accidentes de tráfico. 

Pasado un tiempo los accidentes de tráfico mundiales volvieron a caer a casi cero. Se había abierto otra época dorada, esta vez, de una duración más prolongada.

Un día en una ciudad apartada se erigió una nueva estatua al señor S. Esta vez le mostraba tal y como se le vio por última vez. En la placa rezaba “Él nos enseñó a valorar la vida humana por encima de la cotidianeidad de la muerte”.

Espero que os haya gustado.
Gracias.